jueves, 6 de marzo de 2014

A los niños no hace falta enseñarles a ser curiosos.

Dicen que la curiosidad mató al gato, pero yo creo que precisamente fue la que lo mantuvo vivo. Y que el valor es quien vence al miedo, pero estoy segura de que quien lo vence es la curiosidad.

Esa curiosidad que nos anima a investigar, a aprender, a maravillarnos, a no conformarnos. Todo en esta vida es una curiosidad. Absolutamente todo. Y si no lo es, se cura con ella. El aburrimiento, la ignorancia, la soledad y el desconocimiento se curan con curiosidad. Sin embargo, esta no se cura con nada, porque no tiene límites, no puede ser curada. Y qué hay más bonito que eso.

Prefiero que mi mente se abra movida por la curiosidad a que se cierre movida por la convicción. Prefiero seguir generándome dudas que dar por hecho planteamientos y afirmaciones. La curiosidad precisamente es la negación de todos los dogmas y la fuerza motriz del libre examen y pensamiento. Porque no es nuestro crimen, porque querer conocer no es ningún pecado. Porque ser inquietos por saber más no es ninguna enfermedad. Para mi, es una virtud.

No se inclina tanto a lo bueno y bello, como a lo que es raro y único, diferente, nuevo. Qué feo sería si todos estuviéramos seguros de todo, si no nos equivocáramos, si no quisiéramos conocer más sobre la vida y lo que la rodea y guía. Si nos quedáramos con lo establecido, con el miedo, con la norma, con la subordinación, con la educación reglada. Qué feo conformarnos y no querer curiosear.

Y cada vez estoy más segura de que la juventud de uno no se mide por los años que tiene, sino por la curiosidad que almacena, y que la vejez no es más que una pérdida de la curiosidad. Si el pecado de la curiosidad es que hace que las personas sigan vivas, bendito pecado que nunca dejaría de cometer.




A los niños no hace falta enseñarles a ser curiosos.





No hay comentarios:

Publicar un comentario